miércoles, 11 de julio de 2012

Recuerdos del As de la Pistas

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Por Jorge Etcheverry
Escritor. Chile-Canadá





Cuando yo era un muchacho joven y comencé a ir a mis primeras fiestas no me iba muy bien. Lo que pasa es que era muy flaco y no me vestía muy a la moda. Me ayudaba un poco eso sí tener ojos grandes y el pelo un poco rubio. Pero cuando había que comenzar a bailar mis pocos puntos a favor desaparecían como por encanto. El primer problema que tenía era cómo acercarme a la niña que me gustaba más en el grupo ése que nos estaba mirando a hurtadillas a nosotros, los varones, que teníamos nuestro grupo al lado opuesto del salón. Las muchachas cuchicheaban entre ellas y se reían. Nosotros nos dábamos aires. En ese entonces uno no se aventuraba solo a ninguna fiesta, y todavía faltaba bastante para que aparecieran esos salones de baile especiales para la juventud a los que uno va, paga su entrada, si hay que pagar, y se sienta o se queda parado, tomándose una bebida, una cerveza o un trago más sofisticado y luego se acerca a esa niña que uno está mirando de lejitos y la invita a bailar, así, con toda naturalidad y como si tal cosa. Claro que no todos tenían los mismos problemas míos. Siempre había otros en el grupo que tenían más cancha, eran más entradores, sabían palabrear a las minas.


Mirando retrospectivamente, sorprende que esos hayan sido en general los chicos, o los feos, obligados a desarrollar las dotes de la sociabilidad y la culebra (la conversa) para compensar. En Latinoamérica y en Chile existía, y supongo que todavía existe, el culto a la belleza. Por ejemplo, en esos años había una canción muy popular que pedía la muerte de los feos. Pero el así llamado sexo débil tenía sus propios mecanismos compensatorios. Uno podía ser testimonio de cómo algunas de las niñas más bonitas, que habían nacido mimadas, admiradas y regalonas, no hacían ningún esfuerzo ni en la casa ni en el colegio y se dedicaban nada más que a eso, a ser bonitas y regalonas y a soñar con que llegaba un príncipe de película a desposarlas, pero a veces después, pasaban los años y se tenían que casar apuradas o se quedaban para vestir santos (solteronas), mientras que la niña feíta, la que se había visto obligada a fabricarse un carácter, una personalidad, adquirir conocimientos, de manera persistente y con un trabajo de hormiga, lograba hacerse un lugar y una imagen a veces envidiables, y a veces solía desposarse con el varón más preciado en los salones de baile y las tertulias de las madres. El fruto de esta labor callada y perseverante aparecía de repente ante el público en general, que sin conocer los entretelones, atribuía estos éxitos al destino, situación que ha quedado acuñada en el dicho "la suerte de la fea la bonita la desea".


Pero volviendo al baile, había otras limitaciones. Nosotros vivíamos y nos criábamos en pandillas de barrio, liceos o colegios para hombres, lo que explicaba ese desplazarse en grupos y nuestro intercambio permanente de toda clase de mitos sobre las mujeres, la mayoría falsos, factores todos a los que se sumaba la necesidad de contar con la destreza física y rítmica absolutamente necesaria para ritmos tales como el rock and roll, de nuestra juventud, el tango, de nuestra madurez y la criolla cueca, de nuestras reuniones de exilados, que por siempre y por razones neuromotoras han estado fuera de mi alcance. Pero lo que nunca faltaba en esos bailes o fiestas bailables en cualquier circunstancia y a lo largo de los años era la aparición de un personaje que parecía tenerlo todo, la pinta, el desplante y el ritmo, y que naturalmente no tenía problema en lucirse en la pista de baile primero y de llevarse después a la niña que yo miraba y codiciaba, con la que soñaba, claro que manteniéndome a respetuosa distancia, y que además tocaba la casualidad de que era la mejorcita de la concurrencia. Pero luego de Adamo y su "bailé con chicas que estaban muy bien/ que a uno lo ponen mal", la irrupción muy posterior del gino Travolta el sábado en la noche, y el paso del tiempo, uno se viene a dar cuenta de que nuestra manera de considerar a esas niñas que evolucionaban en la pista de baile en brazos de sus galanes, mientras nosotros nos tomamos un trago tras otro, o fumábamos, se debía a una educación carente de liceos coeducacionales, ni qué hablar de educación sexual.


Además, esas chicas que uno admiraba, por lo general rubias y altas y de ojos azules, eran retoños de nuestras clases altas y medias, en general provenientes de Europa, que junto con su cultura e instituciones nos habían impuesto su ideal de belleza. Pero siguen pasando los años. Una vez trasplantado a este medio de la metrópolis anglosajona con tintes multiculturales se me empezó a dar vuelta el naipe, lo que no es nada de difícil, dada la abundancia de bellezas negras, orientales, caribeñas, hindúes que parecen seres de otro planeta. Y todo esto a raíz de que me cortaron el cable y ya que me quedé sin ver la BBC de Londres, de la que soy asiduo, qué se creen, decidí arrendar Saturday Night Fever para verla por enésima vez y me bajó la nostalgia.
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