miércoles, 9 de marzo de 2011

Escritora de doble nacionalidad: Anita Junge-Hammersley

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Anita Junge-Hammersley. Poeta, narradora y artista plástica chileno-canadiense, completó estudios de literatura francesa y traducción en el Collège de Limoilou, Québec. Sus publicaciones aparecen en varias antologías entre 2005 y 2011, ha leído en El Dorado, ganó el 2º segundo premio con el cuento Cerrando el círculo, en el concurso nuestra palabra 2006. Fue invitada a varios eventos, y entre ellos el I y II Encuentro de Escritoras Hispano-canadienses. Sus textos se encuentran en las revistas electrónicas Qantati y la Cita Trunca. Nació y estudió en Santiago de Chile. Desde muy joven se interesó en las artes. Sus obras representan las varias facetas de un paisaje interior intenso, utilizando varios medios y técnicas. Los tonos que utiliza y los contrastes que maneja en sus creaciones hacen que sus obras tengan un impacto visual llamativo, cálido y alegre, a pesar de algunos de los temas que maneja sean de experiencias duras y difíciles de los seres humanos y de ella misma. En Ottawa ha realizado exhibiciones en la Galería Heartwood, Galería Istmo, en Green Door y en diversos eventos culturales.


CARNAVAL CULTURAL

A veces me creo en Santiago, o en otro país latinoamericano, en el paradero de buses de Saint-Laurent, en Ottawa, Canadá, rodeada de gente del mundo entero, rumiando chicles, escupiendo al suelo, mujeres con coches de guagua, todo en idiomas distintos y una variedad de vestimentas, el comportamiento cultural propio y los ademanes correspondientes, cargados de bolsos con sus compras, porque hay liquidaciones por todos lados y los precios no pueden ser más bajos, la mentira de la comercialización sin fin, y la droga de la moda aumenta, en atuendos de temporada, ropa de uso diario y productos para el hogar, y así me encuentro en este carnaval interminable, como por ejemplo en el bus de madrugada, camino al trabajo, encuentro a varios pasajeros sumergidos en su lectura, algunos conversando alegremente de un asiento frente al otro en voz alta, aunque haya un asiento desocupado al lado y más tarde, en los buses a la salida de las oficinas, que van recogiendo usuarios en cada estación a lo largo del recorrido, muchos de entre ellos hablando en voz alta por el teléfono móvil con alguien en casa, porque no se dan cuenta que el micrófono diminuto capta la voz humana sin que nadie tenga que compartir asuntos personales en medio de tanta gente agotada, que hasta dan ganas de quitarles el juguetito. A fin de cuentas, a la hora que viaje, pasa algo interesante, pasajeros que van del trabajo a otros lados, perfumados con colonias de farmacia o engominados, con peinados de varias épocas que se confunden en la confusión de gente averiguando en dónde bajarse para llegar a tiempo a algún evento, o a juntarse con amigos, y cuando vuelvo tarde del centro, son tres los buses con sus divertidas cargas, que no cesan de entretenerme, un estudio de situaciones permanente, el muestrario de la sociedad en el pueblito del parlamento y su valle de siliconas que no aumentan nada, la capital del desastre político sostenido, la cual se salva por los ciudadanos e inmigrantes que mantienen la rueda andando, por los niños que son el futuro y por los viejos que nos regalan su sabiduría, por los jóvenes estudiantes y los que se encuentran al margen, mis hermanos todos, al pie de la esperanza de un mundo mejor.


EL ARBOLITO JAPONÉS

El arbolito japonés de la casa de enfrente, que fuera redondo como un globo el verano pasado, se ve tan descuidado, como un peinado afro sobre un soporte delgado, con treads rastafarios pinchados en la cabellera desordenada, como si fueran largos mondadientes, lo que no inquieta al hombre anciano acarreando bolsas de basura con dificultad, el paso lento y pesado como un paquidermo, que va de mala gana desde hace por lo menos cincuenta y cinco años, a cumplir con su tarea de los lunes en la mañana. Sólo una mujer compraría un árbol torcido, aunque sea japonés, fuera de lugar entre tanto pino, que tampoco requiere cuidados especiales con su follaje denso, complementando arbustos color gris y ciruelo; veo detrás de la cabellera verde a una mujer sesentona, bien vestida, sin ninguna expresión facial, que se dirige al estacionamiento sin decir nada, abre la puerta del coche y se sienta desganada, acomodando el bolso con el laptop a sus pies, mientras su marido se instala detrás del volante para ir a dejarla a la oficina, y ella mirando el reloj porque ya está en su escritorio, sin darse cuenta que el anciano sentado a su lado, quien la acompañara toda una vida, se había vuelto tan desgreñado como el arbolito japonés.



INTERROGATORIO

La joven prisionera entra en la sala. Una silla vacía la espera frente al capitán con lentes ahumados, metralleta en la mesa, apuntando a la mujer.
–Qué haces aquí niña de colegio particular –grita, echando su cuerpo hacia adelante.
La mirada neutra, el cuerpo derecho, no teniendo nada más que perder, mira el arma que la apunta.
Con voz monótona dice –le contestaré, pero no creo que esto sea necesario –dijo, llevando con sumo cuidado el cañón del arma hacia la pared.



DESDE MI CELDA – Canto para un prisionero


Dónde estará mi amor, dónde
le dijeron la verdad, o le mintieron
estará muerto o vivo
vivo y por dentro muerto
sin nosotros
solo como me siento sola, sin él
triste como triste estoy
acaso llora como lo lloro
si acaso la muerte nos unirá
perfume su piel de animal
dulce como un niño
mi piel se está secando
envejeceré sin sus besos
caricias no recibo de sus manos
besar sus dedos no puedo
tocar mi soledad es tortura
por las llagas que me infligieron
te sueño amor soñándote
en mis brazos acariciando tu pelo
oyes mi canto de lejos
tu voz la llevo en mi pecho
mis ojos entristecidos estallan recordando los tuyos
los que a la luna le dan su brillo
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