viernes, 25 de junio de 2010

Nancy Molina Vargas

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El Molio
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Cada vez que aparecía en la esquina de mi casa, corríamos despavoridas. El cuerpo amorfo, su vaivén al caminar, nos hacía reír y el enorme saco que cargaba en la espalda nos asustaba. Al punto de gritar si nos pillaba de improviso.
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Marcela un día contó que era El Viejo del Saco en persona. Relato que me causó mucha curiosidad y más cuando Paola confirmó la versión de Marcela; argumentando que su propio padre la amenazaba con entregarla al Molio. Si no se comía toda la comida.
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Asustada e inquieta, pregunté a mi padre. Explicó que el Molio era un hombre que tenía la gran desventura de ser muy chiquito, tener una gran joroba y ser medio lentito. Pero, que eso del Viejo del Saco no era verdad y que no debíamos temer ni molestar ese hombre.
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Pero, al oir al Molio cada tarde retar a los niños, escuchar las amenazas de meterlos en su saco; sinceramente dudé y opté por correr despavorida junto a mis amigas antes que nos alcanzara.
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Una tarde, estaba apoyada en la reja de la casa junto a mi hermano mayor, sentimos un alboroto, era el Molio que doblaba la esquina con su típico vaivén, garabateando entre balbuceos, amenazando a los niños que lo molestaban y tiraban piedras. Todos esperaban que se acercara bastante para salir corriendo. Reconocí entre ellos a mis amigas Marcela y Paola. Corrían tan fuerte que terminaron en el suelo al enredarse entre ellas, mientras el Juan y el Loro juntaban piedras para tirar al Hombre del Saco. Se acercaba y todos corrían y cada vez más cerca de mi casa.
Yo observaba a mi hermano que miraba sin inmutarse. Esperaba la señal del mayor y estaba lista para salir corriendo. Pero, parecía no darse cuenta de lo que pasaba y sólo sonreía, a pesar del peligroso acontecimiento. El estómago se me heló cuando El Hombre del Saco llegó al extremo de la reja, quise salir despavorida, pero sentí la mano fraterna en el hombro, en señal y orden de quedar quieta. En ese momento, empecé a recordar las últimas acciones cometidas y busqué en el miedo, las grandes desobediencias que podrían condenar a caer a la enorme bolsa que cargaba Molio. Mis piernas temblaron cuando llegó a nuestro lado, se quedó observando a mi hermano, miró directamente a los ojos y sentí que la respiración se me detenía.
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Molio bajo lentamente el saco de su hombro y una vez más tuve la intención de correr. Fue un acto reflejo de supervivencia, pero nuevamente la mano firme del hermano me obligó a quedar quieta y resignada a observar.
Abrió su saco y con una lentitud eterna, observó dentro del saco, como buscando el castigo. Metió su extraña mano hasta el fondo, sacó dos enormes manzanas, dos de sus tesoros y nos los obsequió. Miró a mi hermano y le dijo que yo era bonita, que no arrancaba. Él respondió con una sonrisa.
Molio me fijó a los ojos, levantó su saco poniéndolo en su hombro, me dijo chao y se fue como todos los días, con su vaivén perdiéndose por la calle Rubén Darío. Allá en el Sur, en Valdivia.
Nunca antes había probado manzana tan dulce y jugosa. Desde ese día vi pasar muchas veces al Molio y nunca más corrí.


LA LAVADORA NO FUNCIONA
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Cuando llegó tan orgulloso con la lavadora automática, supe que no resultaría. Era usada, la habían desechado por vieja y lo dije. Me acusó de ser una mal agradecida por lo de no comprar cosas roídas. Estaba segura que era un gasto inútil. Pero insistió, recalcó que era una mal agradecida y además soberbia.
Sentí su competitivo entusiasmo al instalarla, su orgullo por tener una automática en casa y su alegría por el magnífico negocio. Sólo le habían cobrado diez mil pesos. Era el negocio del año.

- Los vecinos rusos son ricos y cambian de lavadora porque está pasada de moda.

No dije nada, observé con calma, traté de compartir la alegría y rogué que tuviera razón. Dos años sin lavadora era suficiente para desear que todo estuviera bien y sería la primera lavadora automática de mi vida.
Fue una tarde eterna, recuerdo que intentaba hacerla funcionar, pero se dilataba el momento por cualquier razón y no quería insistir con el tema. Así que lo dejé solo para que pudiera concentrarse en la reparación del artefacto. Al rato llamó para indicarme lo equivocada que estaba. La lavadora funcionaba, giraba y giraba con una carga de ropa que él mismo había seleccionado del tambor que rebalsaba a simple vista. A pesar de ello, me alegré y sentí entusiasmo. Satisfecho de su compra, de la instalación, se retiró a seguir con sus actividades acostumbradas y su trabajo. Mientras en el baño la lavadora seguía con su arrítmica labor.
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Pasó bastante tiempo y llamó mi atención que la lavadora no descargara agua, no cambiara la frecuencia de su girar y lo llamé. Al inspeccionar, dijo que todo estaba bien y molesto volvió a sus quehaceres. Pero nada cambió, la “automática” siguió girando sin expulsar agua, sin cambiar el ritmo y volví a pedir que la revisara, pues la máquina me asustaba. Me retó, me dijo alharaca y no fue a verla.
Observé por algunos minutos su rostro contrariado y me fui al baño a ver qué podía hacer con el problema que tenía en ese momento. La examiné, traté de leer en las desgastadas teclas de funciones e intenté encontrar el antes molesto Stop. Fue inútil, así que simplemente la desenchufé.
En ese minuto entró y me miró en forma muy desafiante, la volvió a enchufar y se puso a mover todo lo que pudo encontrar. Luego, se acordó de lo principal; el catálogo. Su rostro volvió a la vida y pude respirar con algo de tranquilidad. Había esperanzas de terminar bien el día. Llegó con el catálogo, pero era en ruso.
Todo igual, la lavadora con una carga de ropa y llena de agua sucia. En un forcejeo con la pobre máquina se abrió la puerta y el agua empezó a correr por el baño mientras intentábamos evitar que se mojara el resto de la casa. De pronto, simplemente se detuvo dejando que todo se inundara.
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Como hipnotizado retrocedió hacia el dormitorio, cogió un bolso, empezó a echar ropa, lo seguí y cuidé silencio. No supe que decir, miraba con odio que no podría describir. Me animé y pedí que no se fuera, pero dijo que no soportaba mi mal genio, la soberbia, el egoísmo y que estaba harto.
Lo vi caminar con el bolso en bandolera hacia la puerta, pregunté si estaba seguro, miró con una mezcla de ese algo que no funciona y partió de la casa.
Me senté en una mesita al lado de la puerta, para observar cómo se alejaba sin voltear, mientras los latidos de mis cuatro meses de embarazo llegaban hasta mi garganta y mis manos frotaban el vientre. Acunando, para evitarle lo que estaba pasando.


Nancy Molina Vargas. Valdivia, Chile. Escritora del mundo virtual. Amante de las letras, la música y toda expresión artística. Coleccionista de vivencias y se define soñadora. Publica sus textos en "Los cuentos net" y seleccionada para la "Antología Poética Víctor Jara" del Centro Chileno Bernardo O´higgins de Argentina. Colabora en la revista literaria
La Mancha.
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3 comentarios:

  1. Que alegría encontrar aquí a Nancy!, y con dos de los cuentos que más me gustan.
    Un agrado...y también el constatar que ES CIERTO lo de la apertura de la Sech. Aquí un buen ejemplo!


    Un beso...

    Nos vemos en el recital de las Brujas y el Encantador!

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  2. Dos buenos cuentos, historias comunes de nuestro pueblo, felicitaciones, gracias por compartir
    un afectuoso abrazo
    saludos

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  3. felicitaciones para Nancy
    un hallazgo maravilloso

    abrazo

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