viernes, 28 de mayo de 2010

En homenaje a los transterrados de Finis Terrae y en especial a Dinko Pavlov

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Ciro Oyarzún Águila


Egresado de la Escuela Industrial de Punta Arenas intenté seguir el camino de muchos otros jóvenes magallánicos: ir a estudiar “al norte”, o sea, a Santiago. En mi caso no es que se tratara de un sueño inalcanzable estudiar Ingeniería en la Universidad Técnica del Estado, sino que lo veía como algo difícil pero posible. En ese tiempo, para los egresados de escuelas industriales, se rendía el Bachillerato Industrial como requisito previo.

Ir “al norte” a estudiar sin una beca de las que otorgaba el Estado era imposible. No había presupuesto familiar para eso, al menos en mi estrato social. Un pariente con fuertes relaciones en la provincia trató de conseguírmela. Era la época de la Ley Maldita, gobierno de González Videla y los comunistas proscriptos. Llega el pariente con la noticia: hijo de comunista, imposible conseguir beca. Resignación, odiosidad y desamparo. Empiezo a trabajar durante dos años, en forma intermitente, como obrero electricista.

Con esos pergaminos en la mano, después de dos años de trabajo y de ahorro sistemático, me quedaba la gran aventura de abandonar el seno familiar y conquistar Santiago, como decíamos los de provincia y, más aun, si uno venía del finis terrae.
Comenzaba 1954 y también para nosotros la gran aventura. Digo nosotros porque con mi amigo Rolando Cárdenas Vera, que mientras yo trabajaba de electricista él lo hacia de alarife en la Empresa Nacional del Petróleo en Tierra del Fuego, nos confabulamos y decidimos emprender la gran aventura. Al menos para nosotros, magallánicos, ir a Santiago en esa época, a dos mil kilómetros al norte, era como viajar a otro país. Además íbamos a la aventura. Hermosa ésta y hermosa la edad en la que se emprenden los riesgos.

Al fin a bordo de un Barco de la Empresa Marítima del Estado (EMPRE- MAR). Navegación por los canales magallánicos. Puerto Edén, con los alacalufes pidiéndonos que les lanzáramos regalos, cualquier chuchería; Puerto Laguna, para cargar madera, y luego Chonchi y Puerto Montt.
En total una semana en barco con paso obligado por el Golfo de Penas. Aquí, mareos y vómitos colectivos.

De Puerto Montt debíamos seguir el viaje más “al norte”. Esta vez en el tren nocturno, veinticinco horas hasta la capital, en asiento de madera, en tercera clase. Locomotora a vapor, por cierto, para la época. De Puerto Montt al norte paisaje nunca visto y muy distinto al de Magallanes.

El tren se detiene en Santiago de Chile en un lugar llamado Estación Central, la más importante del país. Guardamos las cosas en Custodia. Estas son no sólo maletas, también grandes bultos con los colchones, sábanas, colchas y frazadas que la Universidad (sede Escuela de Artes y Oficios, donde radicaba la Escuela de Técnicos Industriales) exigía que uno llevara en caso de ingresar como alumno interno, que era mi intención y exclusiva posibilidad.

El único dato con el que veníamos como habitantes del extremo austral del mundo era que, al poniente de la estación de trenes, algo así como dos cuadras, estaba nuestro objetivo perseguido desde la Patagonia, después de una semana de navegación en barco y veinticinco horas en tren.

Una larga fila para matricularnos, acreditar las notas, revisión médica. Al fin, aceptados.
En mis recuerdos se me pierden las gestiones con Rolando. En lo personal solicito una reunión con el Director de la Escuela, Don Manuel Rodríguez. En su ausencia soy recibido por el Subdirector, don Víctor Villalobos. Más tarde lo conocería, como todos los alumnos, como el “bicho Villalobos”.

Le cuento que vengo viajando desde Punta Arenas, en barco, en tren, que si no tengo una beca del gobierno no puedo estudiar porque mi padre tiene menos de tres meses de trabajo al año allá en la Patagonia. Y tres meses quizás, si es que eso dura en una temporada la suma de la esquila y la matanza de ovejas. Y que el resto del año es rascarse con sus propias uñas. El Señor Villalobos me mira y me pregunta:

-¿Es verdad que vienes llegando de Punta Arenas?
Le contesto que sí y me dice:
-¡Te ganaste la beca!


Para mi era como haber ganado una Olimpiada o un Campeonato Mundial. Para conseguir una beca que consistía en techo y comida –es decir todo lo fundamental- tenía que mediar la gestión de un Senador, de un Diputado o de algún personaje político importante. En mi caso había sido fruto de mi propio empuje, el de un joven y bisoño provinciano, casi que en un extraño país: el Santiago del Nuevo Extremo.

Luego ocurre podríamos decir que lo inaudito. Las clases comenzaban dentro de 15 días y yo me encontraba en una gigantesca ciudad desconocida, solo, sin Dios ni ayuda, habiendo caminado solamente dos o tres cuadras de la urbe. ¿A dónde ir? ¿A qué hotel, a qué pensión? No recuerdo si fue angustioso o no, pero me salió de lo más natural. Le digo al señor Villalobos que hay quince días de vacío y que no tengo donde pernoctar hasta que comience a disfrutar de la beca. Le solicito, por tanto, que me permita descansar mis huesos en los dormitorios que ocuparía a futuro, que si me autoriza vuelvo a la Estación Central a buscar mi colchón y demás cosas. Solicitado y aprobado. ¡Bendito bicho Villalobos!

Rolando y yo, cada cual a su manera, éramos ya alumnos de la Escuela de Artes y Oficios donde funcionaba, en el grado universitario, la Escuela de Técnicos Industriales, primer escalón para seguir después los últimos tres años en la Escuela de Ingenieros Industriales, situada en Almirante Barroso con Santo Domingo. Ahí terminé mis estudios en 1959.

Rolando, con quien estudié el sexto año de la escuela primaria en Punta Arenas y la Escuela Industrial, estuvo muy pocos meses en la Universidad. La abandonó para dedicarse a la bohemia y a escribir poesía. Es decir, al final encontró su destino verdadero. Hoy es considerado uno de los importantes poetas de Chile, en el grupo de los láricos junto con Jorge Teillier. Seguiríamos siendo amigos hasta su muerte.

Un 31 de diciembre, en algún año de la década de los cincuenta que no puedo precisar, esperaríamos el nuevo año en el bar Black and White de la calle Mercedes, en Santiago, disfrutando de algún vino tinto de dudosa calidad dado lo magro de nuestro presupuesto. El negro Palomino, peruano según mi entendimiento, tocaba el piano a maravillas y los parroquianos coreábamos las canciones.

En algunas noches sin término, junto con otros amigos, trataríamos de arreglar el mundo hablando de política o en acaloradas discusiones sobre poesía y otros entuertos, huéspedes del recinto siempre amigable y noctámbulo del restaurante El Bosco sito en el mismísimo centro de Santiago, en la Alameda. Allí coincidimos alguna vez con un hijo de Pablo de Rocka y con el poeta Teófilo Cid.

Rolando viviría después durante largo tiempo en una modestísima pensión en calle Catedral, de esas con una luz mortecina en los pasadizos hijos de la oscuridad. En una de tantas noches la madrugada nos sorprende en un Santiago más amigable antes que ahora. Decidimos ir a descansar los huesos, en lo que restaba para el amanecer que ya aparecía con la urgencia de los deslumbramientos, a la pensión de luces moribundas. Después del descanso leve vuelve el ajetreo. Rolando me dice que irá en busca de algo para el desayuno. Regresa con unos panes, jamonada y un litro de vino tinto. Primera vez que me enfrentaba a un desayuno de tal naturaleza.

Añares después, cuando el gobierno de Salvador Allende, nos juntaríamos los domingos en el hogar de un matrimonio amigo en la Comuna de la Reina, comunistas ellos, o al menos ella, a departir, hablar menos de literatura y más de otros menesteres. En tales encuentros siempre participaban, empezando por Rolando, Jorge Teillier y Poli Délano. Estos últimos jugaban ajedrez con el muchachito hijo de los dueños de casa que a estas alturas debe andar por el mundo como un hombre hecho y derecho.

Un amigo común me llamó un día para informarme que Rolando había muerto. Al fin lo velamos, creo recordar, casi sólo con la compañía de miembros de la Sociedad de Escritores de Chile.
Años más tarde se organizó el traslado de sus restos a Magallanes, actividad organizada por el mundo de la cultura. No recuerdo ahora cómo me enteré o cómo me avisaron. Se hizo un acto en la SECH, una suerte de conversatorio, con representantes de los escritores de diversas regiones. Por las gestiones de algún amigo concurrí y fui invitado a hablar. Recuerdo que lo más extraordinario era que los aplaudidores de la poesía de Rolando, la mayoría de los cuales no lo había conocido, escucharan mis anécdotas de cuando éramos estudiantes en la escuela primaria en Punta Arenas, nuestro paso por la Escuela Industrial y los balbuceantes inicios en los estudios de ingeniería como un mundo recién revelado. En fin de cuentas, un desconocido en ese mundo entregaba antecedentes inéditos sobre la infancia-adolescencia del poeta ya consagrado.

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